Los dos niños se detuvieron y miraron a su alrededor. Aquel silencio no presagiaba nada bueno. Pasaron unos segundos y sonó un fuerte chasquido. Alguien, o algo, había roto una rama. Los dos amigos palidecieron. Si se trataba de un animal, debía de ser enorme. El corazón les golpeaba con fuerza contra el pecho. Otra rama se partió. Esta vez, mucho más cerca. Fuera lo que fuera aquello, se aproximaba, y lo hacía muy rápido. Uno de los niños encendió la linterna y apuntó al frente. Vislumbraron una silueta gigantesca que se escondía entre la maleza, huyendo de la luz, una especie de simio enorme. Los niños empezaron a retroceder paso a paso, sin darle la espalda al espeso follaje y temblando de miedo, cuando un aterrador rugido desgarró la noche. Desde aquel día, todas las primeras noches de luna creciente del verano, año tras año, los chiquillos del pueblo se adentraban en el bosque en grupo para que la criatura, a la que bautizaron como el Bichogordo, los asustara. Se convirtió en un ritual que hacía que los niños se sintieran mayores y afrontaran sus miedos. Sin embargo, precisamente el año en que se cumplía el treinta aniversario del inicio de la tradición, sucedió algo inesperado y violento en el bosque que hizo pedazos la tranquilidad del pueblo y tuvo a todos sus habitantes con el corazón en un puño. Un suceso que cambiaría para siempre la vida de un niño de diez años que, según su padre, era demasiado fantasioso. Un niño que se llamaba Matías.
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