Antonia Purpurina es un niña de 7 años que vive con su abuela, y cuya
madre, actriz de teatro, se pasa la vida viajando. Antonia nunca ha ido
a la escuela. Su madre siempre ha sido contraria a ello, dada su mala
experiencia cuando era niña: “Una escuela de mujeres rectas, donde no la
dejaban bajarse los calcetines”. Su madre tampoco es capaz de mostrar
todo el amor que siente por su hija, que pasa el día junto a su abuela
conociendo los nombres de las plantas, mirando las estrellas, cosiendo
vestidos y sombreros. Antonia se pasa el día escuchando a gente mayor,
su abuela y amigas, y su sueño es tener un amigo. Pero nunca se atreve a
acercarse a los grupos de niños que juegan en la plaza.
Por eso, cuando al fin su madre cede y le permite asistir a la
escuela, Antonia espera con ansia que llegue el momento, está segura de
que “en la escuela van a enseñarle palabras para nombrar todo lo que
lleva dentro”, y de que va a conocer a niños y niñas muy interesantes
(pues ha oído hablar de ellos a sus abuelas). Con sus zapatos
relucientes, su cuaderno nuevo de tapas negras, su estuche y su mochila
de colores chillones, Antonia vive con emoción su primer día en clase y
conoce a sus compañeros: la alumna popular, el chico deportista, y
Martín, el de las orejas grandes. Pero integrarse es difícil, sobre todo
si tienes un pelo que parece un nido de urraca, y una verruga en la
nariz.
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