Habíamos viajado hasta el pequeño pueblo de Clayton para que mi padre
tomara las muestras de ADN y averiguara si aquella mujer, Aurora K., era
la “madre de mi padre”. La biológica. Y remarco lo de la “madre de mi
padre” porque, para mí, aquella mujer nunca sería mi abuela. Mi abuela
era la otra, la de toda la vida, la que montaba multitudinarias partidas
de cartas con mis primos, la que me hacía empanadillas de pollo para mi
cumpleaños, la que nos contaba aquellas asombrosas historias sobre la
vida en Turenia antes de la guerra… Y ninguna prueba de ADN iba a
cambiar eso. No me importaba que su sangre no corriera por mis venas, ni
la del abuelo, ni la de mis primos. Ellos eran mi familia. Yo era y
sería siempre una Pekar. Pero me temo que me estoy liando… Mi padre no
se cansa de repetirme que las historias hay que explicarlas desde el
principio. Y esta historia es demasiado extraordinaria, así que la
empezaré de nuevo. Desde el principio…
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